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Fermín soñaba con los sanfermines...

Hace ya muchos, muchos años, escribí un cuento muy corto sobre un niño muy pobre llamado Fermín que soñaba con poder ir a Pamplona y participar en los famosos encierros.


Incluí el cuento en una antología publicada en el (hoy lejano) 2002, a pesar de que nunca me terminé de enamorar de él. Siempre lo sentí manco.


La verdad, no supe qué hacer con él y, por el motivo que haya sido, no me di el tiempo para retrabajarlo.


No fue sino hasta esta semana que prendí de nuevo el horno para terminar de cocinar ese texto, que en aquel entonces había dejado medio crudo (y que, por cierto, padecía graves imprecisiones). Usando una técnica que me ha servido bastante para aclarar ideas (y que relataré con más detalle en la publicación siguiente), el cuento, llamado simplemente "Pamplona", maduró al grado que se ha ganado la inclusión en la nueva antología de relatos cortos, que saldrá durante la primera mitad del mes entrante. Debo decir que, en el proceso de maduración, el texto sufrió una metamorfosis total, al grado que del original conserva poco más que el título y la premisa básica...


A continuación, reproduzco el cuento original (el de 2002), para que te des una idea de lo incompleto que realmente estaba. En la publicación siguiente, luego de hablarte de mi "truco secreto", incluiré el texto del nuevo cuento, el que entrará en el primer volumen de "Relatos para insomnes". Para que compares. Y opines.




PAMPLONA


Fermín lo sabía. Desde niño tenía la certeza de su destino, desde que le platicaron por primera vez lo que ocurría en su día en ese pueblo al otro lado del mar. No había pasado otro cumpleaños suyo sin que él se pusiera al cuello el paliacate rojo y saliera al patio trasero a fingir que el perro era un encierro de toros bravos correteándolo por las callejuelas de Pamplona. Luego, cuando finalmente su padre compró la televisión, no se despegaba del noticiero, de las imágenes de todos esos usurpadores que estaban allá, disfrutando de una fiesta que no le correspondía a nadie más que a él. Ya verán, se decía. Ya verán…


Pues ahora verían: Fermín cumplía diecinueve años y por fin, ¡por fin!, estaba ahí al otro lado de la pantalla de los noticieros. Esta vez, Pamplona se estremecería al ver nacer la leyenda. Nadie, nadie le quitaría el gusto de demostrarle a este pueblucho lo que se había perdido por haberlo ignorado todos estos años.


Fermín, con los demás jóvenes, esperaba sobre el empedrado llovido de la avenida principal; millares de pares de ojos y decenas de cámaras de televisión de todo el mundo lo observaban, claro, solamente a él, que los demás no eran más que relleno, extras en una película que protagonizaban sólo él y los toros. Ah, qué día. ¡Qué día de gloria, Fermín!


Las campanas de la catedral echaron a volar y sus estremecedores dongs abrieron las puertas del encierro. Los toros, treinta o cuarenta, se lanzaron bufando, mugiendo, echando centellas por los ojos y las pezuñas, desafiando al diablo mismo…


Los muchachos emprendieron la carrera entre gritos de júbilo y aliento. Todos, menos uno. Fermín se elevaba por los aires como acróbata cretense y se cubría de gloria. Y de sangre.


Por muchos años, en Pamplona se habló de Fermín, el mozalbete que se había vengado de esa fiesta porque nunca lo invitaron.


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