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Las Lágrimas del Sauce

Foto del escritor: piroquinesispiroquinesis

Las frescas y frías madrugadas… El emocionante cosquilleo al abrazar con los largos dedos de sus raíces la tierra compacta y húmeda… El vaivén imperceptible de la brisa entre sus hojas… Las caricias de sus ramas rozando apenas la superficie acuosa del pantano… El cálido abrazo del sol al medio día… El estruendoso canto de los cientos de pájaros que anidan en los innumerables rincones de su corteza… El vuelo silencioso de las lechuzas bajo la luna…


El sauce era feliz. Desde que sus primeras hojas se desplegaron, tentativas, al brotar del fango donde había caído su semilla, se había sabido en casa: ese rincón del humedal era el paraíso, era todo su mundo, era el aprendizaje que el universo buscaba a través de los ríos de savia y resina en su interior. Sabía que no estaba solo, gracias al profundo alcance de las redes miceliales que lo conectaban con el resto de la vida en el pantano: sabía que a su alrededor crecían hermanos y primos y, más lejos, otros árboles de otros nombres y otras frescuras: los manglares y los viejos árboles de agua, los lirios y las algas estancadas. Las hifas subterráneas también le contaban de la infinidad de criaturas que recorrían durante el día y la noche la tierra y las aguas, desde la más pequeña lombriz hasta el letárgico caimán. Los vientos y las lluvias le traían nuevas de mucho más lejos, otros universos con otras luces, otros aromas, otras aves.


Conocía su destino: el de todos los sauces en todos los pantanos. La plácida contemplación de las corrientes del tiempo, el devenir de las estaciones, el paciente cálculo de la verdad. Supo, desde que sintió a su tallo endurecer en corteza por primera vez, que dedicaría cada respiro, cada suspiro, al descubrimiento de las armonías de todo lo que es, de todo lo que fue y de todo lo que será.


El sauce se mecía con la paz interminable de quien se sabe eterno y que, por lo tanto, no conoce ni el yugo ni el látigo del tiempo.


Y luego: la sacudida.


Un estruendo que se extendió por toda la red micelial, un grito de pánico y de alarma.


Y luego: el ruido.


El aire convertido en vibración y en remolino, en calor sofocante. La fuga despavorida de las aves.


Y el dolor: ¡el dolor! Las gélidas cuchillas metálicas que cercenaron sus raíces, su contacto con la red, con el resto del universo.


Una sensación desconocida, humillante para un sauce: el movimiento. Sentir que su tronco se eleva y se desplaza, encadenado y sujetado por hirientes garras, que lo arrancan de su sitio sin poderse llevar más que la poca tierra a la que sus raíces expuestas pueden aferrarse.


Nunca más volvería a escuchar el coro del pantano, nunca más sabría nada de los misterios del universo. Con cada sacudida perdía algo de memoria, ganaba algo de distancia. Sus ramas, las que no se habían quebrado con la catástrofe, perdieron brío y su corteza, inútil, se sintió resquebrajarse.


Noches, días, oscuridades y fríos.


Y luego: la resequedad del sauce.


La sensación extraña de nuevas tierras alrededor de sus raíces sedientas. Algo desconocido: el polvo. La arena. La constricción. El tremor constante de bestias hediondas nadando en ríos de asfalto a su alrededor.


Alguien que hablaba. Que decía con festivas palabras que la colonia renacería gracias al sauce, que sus habitantes volverían a sentir la frescura y la humedad de la naturaleza gracias al sauce. Que el sauce sería el protagonista de muchas historias en este parque, en este rincón verde de la ciudad.


Música metálica. Aplausos como el aleteo de mil insectos voraces.


Y luego: la soledad del sauce.


Sus raíces no sentían más que la reseca amargura de una tierra resignada a vivir entre paredes de concreto.


Sus ramas no se mecieron más que con la violenta ventisca de humo que despedían esos animales terribles que no dejaban de corretearse, día y noche.


Sus hojas no conocieron más rocío que el que ocasionalmente llegaba a chorros cuando alguien se acordaba de regar el parque.


Y luego: la desesperación del sauce.


No hubo más redes miceliales que lo conectaran con el mundo. No hubo nada más que un silencioso estruendo.


El grito ahogado en lo más interno de su madera: el sauce llamaba, clamaba por sus compañeros perdidos, por el destino del que había sido arrancado.


Y luego: las lágrimas del sauce.


El llanto desconsolado, las ramas bajas, colgantes, que recordaban el fresco roce con el agua y sólo se topaban con la agreste llamarada del cemento.


Quiso morir. Quiso dejarse secar y convertirse en piedra. Quiso dejar atrás todo este dolor, todo este sufrimiento. ¿Por qué? ¿Por qué lo habían arrancado de su pantano?


No había nada más por lo que valiera la pena cantar, sonreír, soñar, pensar, contemplar.


Y luego: la caricia.


Alguien que una mañana vino a plantar flores alrededor de su tronco. Que le cantaba a él, ¡a él! ¡Al sauce!


Una vocecilla que apenas se sentía a través del bramido constante de la persecución allá en el asfalto: una vocecilla que le daba las gracias, que le decía que lo quería y que lo cuidaría por siempre.


Una niña que le cantaba al sauce.


Que acariciaba su tronco arrugado.


Y luego: muchos años después, la nieta de esa niña seguía viniendo cada lunes a cantarle al sauce que, de la manera más inesperada posible, había encontrado las armonías de todo lo que es, de todo lo que fue y de todo lo que será.

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1 Comment


Paulo C Mendez
Paulo C Mendez
May 02, 2023

Estimado Felix la primer historia que leí pues cuento con una historia ¿El lago de los sauces' Me llamo Pablo Cesar, publique el castillo' en autoreseditores.com. En franca lucha pasados casi 10meses. agaradeceria alguna pagina en la red, o enlace, para visualizar mi obra. junto con el ensayo ''Understanding Leonardo Da vinci' en español tambien escrito. no he logrado un magazin or capacitado evaluador para referir mi esfuerzo. Espero no te moleste mi libertad de enviarte aqui el relato mencionado. Entre escritores un cuento por otro, es como un guiño de ojo a un conocido.


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