La vida duele. A veces poco, a veces mucho. A veces pensamos que no vamos a poder sobrevivir tanto dolor y que lo mejor sería darse por vencido, maldecir al universo entero e irse a buscar otro.
Tendemos a ver el dolor (venga de donde venga: aquí entran todos, desde el que causa pisar un Lego con el pie descalzo hasta el dolor causado por la muerte de un ser amado) como la parte de la vida que, de ser posible, debemos esquivar y evitar. Mucho, muchísimo de lo que hacemos en nuestro quehacer cotidiano no necesariamente tiene que ver con aquello que nos apasiona, sino con aquello que creemos nos va a poder ahorrar un dolor futuro.
Ahorramos para no vivir el dolor de ver a nuestra familia con hambre. Hacemos ejercicio y nos sometemos a dietas estrictas y en algunos casos nada agradables para no vivir el dolor de una enfermedad futura. Trabajamos quince horas diarias y nos echamos otras dos en el tráfico más pesado del día para ahorrarnos el dolor de quedarnos sin nada. Procuramos la cercanía de nuestros seres queridos con el ferviente deseo de nunca tener que sentir el dolor de su partida.
Le tenemos tanto miedo al dolor que lo escondemos: nos avergüenza que nos vean dolidos, nos hemos comprado la idea de que demostrar que algo duele nos hace débiles o tontos o infantiles. Y entonces, cuando nos preguntan cómo estamos, en lugar de decir que tenemos ganas de acurrucarnos a llorar en un rincón, respiramos hondo, forzamos nuestra mejor sonrisa y decimos que estamos “bien.”
Aún cuando sabemos que esa palabra es la peor mentira del mundo.
Otra cosa que hacemos con el dolor: le buscamos motivos. Queremos creer que si algo pasa que nos duele, que en serio nos duele, es porque el mundo nos está castigando por algún pecado que cometimos. A veces, es fácil deducir que ese dolor de estómago se debe a las treinta quesadillas de tinga con habanero que no deberías haber comido. A veces, los demás nos lo recuerdan: “¡te dije que no anduvieras descalzo por la casa, ahora te aguantas!”
Pero en el caso de los dolores, digamos, “mayores”, la cosa es mucho menos clara…
Y aquí es donde entra el tema de esta semana: el libro de Job. Uno de los libros más viejos del Antiguo Testamento.
Que quede claro: ni por mucho me puedo llamar especialista en teología o en textos bíblicos. Lo que pongo aquí es solamente un sentir personal.
El libro de Job aborda esencialmente una de las preguntas más difíciles que hay entre la relación del ser humano con sus creencias, particularmente las religiosas: ¿por qué a los buenos les pasan cosas malas?
Job, desde que es presentado, es descrito por Dios mismo como un hombre recto y justo. Y sin embargo, Dios le da permiso a Satán de arruinarle la vida en una especie de apuesta extraña que viene a desentonar bastantito con el resto del buen libro…
Excepto que no se trata de una apuesta. No es un “vamos a ver si es cierto que el tal Job es tan bueno porque es bueno, o nada más porque le ha ido bien en la vida.”
A Job le quitan todo: posesiones, familia, salud… todo excepto la vida. Y cuatro amigos que llegan a platicar con él. Entre los cuatro, tratan de convencerlo de que todas sus desgracias ocurrieron porque seguramente él hizo algo malo y entonces Dios lo está castigando. Pero Job sabe que no es verdad: todas sus desgracias no llegaron como castigo de nada.
¿Pero entonces, por qué le tocó sufrir tanto? ¿Nada más porque Dios y el Diablo andaban con ganas de jugar?
Es una pregunta que el mismo Job termina haciéndose: ¿por qué a mí?
Y entonces, Dios se le manifiesta desde un torbellino. Pero no viene a responder la pregunta de Job: viene a regañarlo por hacer la pregunta equivocada.
Al final, Job termina reconociendo su enorme ignorancia y es entonces cuando todo lo que había perdido le es devuelto.
¿Cuál es la lección aquí?
La más fácil sería “no cuestiones los designios divinos”, es decir, resígnate a que “Dios sabe por qué hace las cosas.” Es algo que escuchamos mucho en los funerales.
Pero hay otras lecciones, más complejas y más… digamos, difíciles de digerir.
Una: hagas lo que hagas, por más bueno y noble que seas (o por más listo y astuto), en tu vida vas a sentir dolor. Mucho dolor. No hay nada que puedas hacer para evitarlo. Así que vete haciendo a la idea.
Dos: no todos los dolores en tu vida tienen una causa lógica o un origen en tu pasado. Si sales a caminar al parque y te asaltan y te clavan un cuchillo, no es porque te hayas descuidado o porque no llevabas un revólver. Simplemente, es porque había un asaltante esperando que llegara alguien y ese alguien fuiste tú.
Tres: dado lo anterior, el sufrimiento en la vida no es un castigo por ningún pecado cometido.
Cuatro (y la más difícil, quizás): tú, como yo y como Job, somos completamente insignificantes en la escala del universo como para que éste (llámalo como lo quieras llamar: Dios, Buda, Karma, Huitzilopochtli, etcétera) nos deba nada. Ni siquiera una explicación.
Tangente número uno: una mujer llegó a ver a Buda, cargando en brazos el cuerpo de su hijo muerto. Ajada en llanto, la mujer le suplicó a Buda que le devolviera la vida a su pequeño, pues no soportaba el dolor de haberlo perdido. Buda le prometió que reviviría al niño si ella le traía una semilla de mostaza, una única semilla, de una casa donde nunca hubieran sentido tristeza o dolor. La mujer buscó por todo el mundo, pero no encontró una sola casa sin algún tipo de pesar. Aprendió que su dolor era suyo, pero no era único.
Tangente número dos: en el Bhagavad Gita, un príncipe duda sobre si librar una batalla importante, así que consulta a Krishna, avatar del gran dios Vishnú, creador del universo. Krishna básicamente le dice que deje de hacerse pendejo y haga lo que es su deber hacer. Así que el príncipe libra la batalla y la gana, venciendo sobre las fuerzas del mal.
Estas dos tangentes se unen en un punto que yo creo que es muy importante: en tu vida, el dolor no debe convertirse en una excusa para la parálisis. Al contrario: es atravesando el dolor (en mis entrenamientos lo llamo “cruzar las llamas del infierno”) como realmente logras trascender el dolor. Si no lo quieres enfrentar, si prefieres esconderlo, olvidarlo, enterrarlo… lo único que vas a conseguir es transformarlo en sufrimiento.
El dolor es inevitable. El sufrimiento es una elección.
Job le preguntó a Dios: ¿por qué a mí? Dios lo regañó por hacer la pregunta equivocada.
¿Cuál es la pregunta correcta? Eso dependerá de cada quién. Para mí, es: ¿qué puedo hacer con este dolor para crecer a través de él?
¿Y para ti?
コメント