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El Monstruo en el Departamento 1013

Foto del escritor: piroquinesispiroquinesis

Parece que a nadie le importa que la puerta del departamento 1013 lleve ya casi un mes entreabierta.


Hace cuatro años, mi esposo compró el 1014 y nos mudamos al edificio, uno de los pocos que quedan de esa primera era dorada del Upper East Side de Manhattan. Desde entonces, me he topado con el señor Gastélum unas veinte veces. En todas, absolutamente todas, estaba ahogado de borracho. Cuando se le olvidan sus llaves, algo que pasa por lo menos una vez por semana, se para frente a la entrada del edificio y empieza a gritar como degenerado y nos “deleita” con su serenata de insultos en que condena al mundo entero mientras trata de no caerse en los macetones con las hortensias. Yo he dejado de mirar por la ventana, a diferencia de mi esposo. Es increíble, pero luego de cuatro años todavía insiste en ayudarlo. “Que se lo lleve la policía,” pienso yo, “eso ayudaría mucho.”


Confieso que a menudo he deseado que desapareciera para siempre, este vecino-vagabundo nuestro. Su presencia en el edificio mancha la atmósfera por lo demás recta y cordial, y del daño que le hace a la plusvalía mejor ni hablemos. Martha, del 1012, y yo hemos discutido el tema varias veces, hemos buscado una solución a nuestro problema común, sin ningún éxito. El Sr. Gastélum tiene un misterioso benefactor que se encarga de que todas las cuotas de mantenimiento se paguen puntualmente, y mientras no merodee en las áreas públicas del edificio (la calle desgraciadamente no cuenta), no hay nada que pueda hacer, excepto odiarlo en silencio.


Pero ahora, su puerta está entreabierta. Nadie lo ha visto, ni siquiera las cámaras de circuito cerrado en el vestíbulo. Nosotras, Martha y yo, hablamos con la empresa que administra el condominio, para preguntar sobre su paradero... en vano. "Volverá cuando regrese", es lo que nos dice por teléfono la chica amable pero irremediablemente estúpida que maneja las preocupaciones de los condóminos. Como si la desaparición del Sr. Gastélum no fuera nada más grave que una fuga de agua en el fregadero.


Bien, entonces. Volverá cuando regrese. Si regresa. Secretamente espero que no lo haga. Lo imagino tirado detrás de un contenedor de basura en lo profundo de un callejón poco iluminado, hinchado y ahogado en un charco de agua sucia de lluvia y su propio vómito pútrido. Quiero decir, ése va a ser su destino, tarde o temprano. Su eterna embriaguez, su hediondo impermeable, su pelo grasiento, sus ojos vacíos... ¡por supuesto que eventualmente encontrará su merecido final!


Martha me dice durante el té que “todo el edificio sabe” que el Sr. Gastélum solía ser un “chico de alquiler”. El solo hecho de escuchar su explicación de lo que eso significa me disgusta. Según Martha, así fue como conoció a su mentor secreto, quien lo instaló en una de sus propiedades, como a un gigoló. Eso fue hace mucho tiempo, sin duda, porque el Sr. Gastélum ya no tiene la edad y mucho menos la apariencia adecuadas para esa... cómo decirlo... profesión.


Quizás sea cierto (y si lo es, ¡que Dios Nuestro Señor se apiade de sus dos almas miserables!) pero, por muy depravado que haya sido ese arreglo, no explica por qué el Sr. Gastélum todavía vive en el departamento de su... ¿cómo lo llamó Marta?... “sugar daddy.” Seguramente, ningún maricón lo encontraría atractivo, viéndose como se ve y apestando como apesta.


Por supuesto, la forma más fácil de resolver el misterio que rodea al Sr. Gastélum sería aprovechar la puerta entreabierta de su departamento y entrar a echar un vistazo adentro. Pero mi esposo teme que nos demanden por allanamiento de morada. Mi marido. Dios sabe que lo amo, pero a veces... a veces es tan... tan denso.


Así que tendré que hacerlo sin que él se entere.


Entonces: el domingo, mientras caminamos de regreso de la iglesia, desarrollo un repentino anhelo por comida mexicana y le pregunto a mi esposo, con ojos de cachorrito y todo, si iría a Pancho Villa’s en la calle 81 por unas enchiladas de pollo. Me mira, sorprendido y medio divertido por mi inesperado antojo. Él sabe que la comida picante no me gusta, y mucho menos esas cosas que comen los inmigrantes, pero a él le encanta Pancho Villa’s y necesito que vaya hasta la 81 para tener una buena media hora sin interrupciones.


—Podemos pedirlo por la app—, dice, a lo que le doy la respuesta que tenía preparada:


—Cariño, sabes cómo son esas personas, se van a confundir y no quiero tener que comerme una chachamanga grasienta o algo peor...


—Chimichanga—, me corrige y reprime una risa. Yo pongo mi muequita de niña consentida. El truco funciona: mi marido asiente y sonríe—. Adelántate a la casa. Voy por tus enchiladas.


Se da la vuelta y se aleja, con todo su aire de gallardo caballero en rutilante armadura. Es tan adorable cuando cree que está en control. ¡Tan tierno e inocente, el pobre!


Me escabullo al lado de los vecinos checos cuyos nombres nunca puedo recordar, y mucho menos pronunciar. Me sostienen la puerta cuando salen del edificio, apenas sonrío al pasar. Tan despreocupada como puedo, presiono el botón y espero el ascensor: no quiero que las cámaras de seguridad vean mi nerviosismo.


No, no nerviosismo. Anticipación. Así es como San Jorge debe haberse sentido en su camino para matar al dragón, creo, recordando el hermoso sermón de hoy sobre la fe y el valor, mientras subo al décimo piso.


Nuestro pasillo está vacío, como siempre. Por primera vez, me alegro de que mi propuesta de instalar cámaras de seguridad en cada piso haya sido rechazada en la asamblea de condóminos del año pasado. Paso de puntillas por la puerta de Martha y me detengo frente a 1013. En el ascensor, había pensado brevemente en invitarla en mi aventura, pero decidí no hacerlo: si descubrimos algo, seguramente se querría quedar con todo el crédito cuando la idea había sido mía. Quiero decir, Martha es muy simpática y todo, pero una nunca sabe.


La puerta apenas rechina cuando la abro. Un hedor fétido me golpea en la cara.


“¿Y si está muerto aquí adentro?” pienso por un momento. Pero no, recuerdo lo que dicen en las series: un cadáver huele a carne podrida y bolas de naftalina. Este apeste es más como barro seco y cerveza rancia. Entro, sintiendo una punzada de decepción.


Hay mucho polvo por todas partes, incluso en el aire. Tengo que toser un par de veces. Mis pies sienten la alfombra suave y hay una pegajosidad incómoda, como si algo se estuviera aferrando a las suelas de mis zapatos.


No hay muebles en el pasillo de entrada. Nada. Solo la alfombra roja sucia y un candelabro polvoriento que cuelga del techo. Eso es todo. La distribución de este departamento es aparentemente un espejo del nuestro, por lo que deduzco que la cocina está a la derecha, mientras que el baño de visitas está a la izquierda. No puedo decir cuál huele peor. ¿Cuándo fue la última vez que alguien limpió aquí adentro? Una suciedad como esta debería ser ilegal. Estoy segura de que el misterioso… eh... “cliente” del señor Gastélum lo echaría de inmediato si supiera en qué estado se encontraba su propiedad. Esta idea me hace sonreír y me da el valor para continuar.


Estancia: vacía, salvo por una antigua alfombra persa deshilachada que ha perdido la mayor parte de su color, algunas botellas vacías de whisky y latas de cerveza desparramadas por todas partes, la chimenea, por supuesto, llena de cenizas de hace Dios sabe cuándo, y un sucio montón de almohadas, trapos, calcetines fangosos y ... ¿Camisas? Saco mi celular y empiezo a tomar fotos. Cuando sea el momento adecuado, llevaré mi evidencia a la administración del condominio y los obligaré a tomar algún tipo de acción.


Finalmente, después de asomarme al interior de las dos habitaciones más pequeñas, que parecen aún más sucias que la estancia, con más montones de telas sucias, algunas cortezas de pizza medio petrificadas y lo que parecen ser o huesos de pollo o esqueletos de ratas, llego a la suite principal.


Aquí, por fin, está el mobiliario. Y quiero decir, ¡TODO el mobiliario! Colchones, mesas, sillas, lámparas, mesitas de noche, sofás, armarios, cómodas, aparadores, esculturas y sus pedestales, pinturas y sus marcos, ¡incluso una chaise longue y un perchero de hierro forjado! Todo está amontonado aquí adentro, como un extraño rompecabezas chino. Parece que, si tratase de quitar una pieza, el resto me caería encima y me enterraría viva.


No, me digo, el señor Gastélum no pertenece a un edificio como el nuestro. Tomo más fotos, asegurándome de que cada una de ellas muestre lo insoportable de esta escandalosa situación. ¡Cuánto me alegro de no haber traído a Martha conmigo para que me quite mis méritos!


No necesito aventurarme en el vestidor o en el baño principal para imaginar las horribles escenas que deben ofrecer. En cualquier caso, tengo pruebas suficientes para que este marica impío sea desalojado. Una sensación de deber cumplido llena mis pulmones. Sonrío cuando vuelvo a la sala de estar y—


Ahí está. De pie en medio de la alfombra raída. Mirándome con su mirada vidriosa y vacía. Usando la misma ropa aceitosa y repugnante que siempre usa. El señor Gastélum.


Junto a él, un anciano. Vestido con un traje de tres piezas gris a rayas, camisa impecablemente blanca con cuello rígido y corbata negra. Un bigote delgado y blanco y una mirada de sorpresa en sus ojos.


—¿Quién es usted?— pregunta el anciano, con una voz tan suave como sus cejas.


Dudo por un instante. No es que tenga miedo: sé que estoy haciendo lo correcto, sé que Dios está de mi lado y estos dos pervertidos no tienen derecho a cuestionar mis intenciones.


—¡¿Sabe el estado en el que se encuentra este departamento?!— es mi respuesta.


Sorprendentemente, el anciano asiente.


—Henry, ¿por qué no la colocas en la repisa de la chimenea?


Es entonces cuando noto que el anciano sostiene algo en sus manos: un jarrón metálico, de aspecto bastante pesado. Una urna. El señor Gastélum la toma en sus manos ligeramente temblorosas y, como si fuera un bebé que acaba de aprender a caminar, se acerca a la chimenea.


—La madre de Henry—, me dice el anciano—. Mi hija.


El señor Gastélum deja escapar un sollozo balbuceante, como un niño que acaba de ver a su cachorro atropellado por un camión. Su sollozo se convierte en un gemido mientras coloca la urna en la repisa y la acaricia con sus dedos sucios.


Me obligo a volver a la realidad de este lugar.


—¡Tengo evidencia del estado indescriptible de este departamento! O hacen algo para remediarlo, o tendré que—


—Henry—, interrumpe el hombre como si yo no estuviera hablando—, espérame aquí.


Luego, se da la vuelta y asiente en dirección al vestíbulo. Él camina, yo lo sigo.


Detrás de mí, el señor Gastélum llora y llora y llora.


El anciano y yo nos detenemos justo al lado de la puerta que había estado entreabierta durante casi un mes. Me encara.


—Comprende—, me pregunta con una voz tan baja que me recuerda, por un instante, a mi propio abuelo, Dios lo tenga en su Gloria—, que esto es propiedad privada y que está invadiendo, ¿cierto?


—Sí, pero—


—Entonces, entenderá que cualquier... “evidencia” que dice tener, también es evidencia de que usted está cometiendo un delito.


Me quedo sin palabras. Él asiente.


—Entienda esto también: deje en paz a Henry. Si no lo hace, la arrastraré a través de cada tribunal de esta ciudad, de este estado y de este país. Haré de su vida un infierno hasta que tenga que pedirle perdón de rodillas a mi nieto. Ahora, por favor, déjenos con nuestro dolor.


Su mano apunta a la puerta. Salgo y él la cierra silenciosamente a mis espaldas.


Necesito uno o dos minutos para recuperar el aliento.


Miro a mi alrededor: afortunadamente, nadie me vio. Saco mis llaves y entro en mi departamento antes de que Martha o algún otro chismoso me descubra.


Mientras cerraba la puerta detrás de mí, dejé escapar un suspiro frustrado. Eso definitivamente no salió como lo había planeado.


Bueno.


Algún día, encontrarán al señor Gastélum detrás del contenedor de basura, ahogado en su vómito.


Voy a rezarle a Dios todas las noches para que ese día llegue pronto.

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1 Comment


Felix Cortes
Felix Cortes
Jul 20, 2022

Genial

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