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Armas Secretas (1)

Foto del escritor: piroquinesispiroquinesis

Antes de empezar, ¿leíste la primera versión de "Pamplona" que incluí en el post anterior ("se vale volver a visitar")? Si no, hazlo ahora. Es muy breve. Aquí te espero.


Ok. Ahora: ¿verdad que, como cuento, no termina de amarrar? De hecho, en realidad es más una viñeta que un cuento, o si quieres, un boceto para un personaje. Sí, tenía un final medianamente inesperado, pero en realidad venía de la nada. Y Fermín, el protagonista, resulta más que un poco inverosímil. O sea, ¿a quién se le ocurre ir a Pamplona a suicidarse en los encierros nada más porque le quitaron protagonismo el día de su cumpleaños?


En mi defensa: el cuento lo escribí hace más de veinte años (en realidad no es defensa, es sólo contexto). Y lo dejé languideciendo en el olvido hasta hace unos días.


Trabajando en el armado de mi nueva antología ("Relatos Insomnes, Vol. 1"), revisé mi cajón de historias semi-olvidadas y me topé de nuevo con "Pamplona". Hmmm, pensé. Esto podría ser interesante. ¿Pero qué podía hacer con este personaje? ¿Cómo contar su historia de modo que realmente cuente una historia?


Estaba trabado.


Y entonces, saqué una de mis armas secretas: una de las herramientas que todo escritor se va forjando a lo largo de su carrera y cuyo uso va perfeccionando poco a poco. En este caso, se trata de un juego que uso justo para abrirme nuevas perspectivas sobre un personaje, una historia, una escena... lo que sea que me tenga atorado.


El Tarot.


No, no se trata de adivinar el futuro. Eso sería sumamente aburrido. Yo uso el Tarot como una linterna para iluminar espacios que posiblemente haya pasado de largo.


Me explico: cada una de las cartas tiene un significado. Dependiendo del mazo que uses y del texto con el que te apoyes para la interpretación, el Tarot te permite explorar temas relevantes para lo que estés escribiendo, como el significado real de una tragedia, o la naturaleza de la relación entre dos personajes, o los miedos ocultos de tu protagonista. No que las cartas definan esas características, sino que te sirven como trampolín para pensar en ellas desde ángulos a los que quizás no llegarías por ti mismo.


Quiero recalcar esto, que es de suma importancia: esta herramienta no va a escribir tu historia, simplemente es un catalizador para que tú descubras otras posibilidades cuando la que habías pensado originalmente te deja entre la espada y la pared.


Entonces, para "Pamplona", saqué mi mazo de cartas e hice una tirada muy sencilla, la más elemental quizás: la de tres cartas. En esta tirada, al menos como yo la uso, la primera carta apunta al origen de la historia, la tercera carta a su resolución, y la segunda carta a todo lo que pasa entre origen y resolución.


Más esquemático: Carta 1=primer acto, Carta 2=segundo acto, Carta 3=tercer acto.


Éstas son las cartas que salieron para "Pamplona":


La tirada de cartas para "Pamplona"

Carta 1: El Mago

Carta 2: As de discos

Carta 3: El Universo


Nuevamente, no se trata de adivinar, vaticinar o predecir, sino simplemente de explorar. Entonces, para el origen de la historia, la carta del Mago tiene varias interpretaciones, según el libro que acompaña mi mazo. Esto es verdad para todas las cartas, y parte de tu trabajo como escritor es identificar la que más lejos te lleve en la exploración de la parte del texto que quieres trabajar. Para el caso del Mago, lo que más me llamó la atención fue: "una tarea importante es encontrar o crear un entorno adecuado para tus actividades."


Para la resolución, es decir la tercera carta, salió el Universo (que dicho sea de paso es una de las cartas favoritas para los que pretenden ver el futuro en el Tarot, pues casi casi promete la dicha eterna). Regresando al librito, me encontré con esto: "ahora es posible para ti ver las cosas como realmente son." Como verás cuando leas la nueva versión de "Pamplona" que viene un poco más abajo, esto significa muchas cosas para Fermín... excepto la dicha eterna.


Y la segunda carta, la del desarrollo de Origen a Resolución, es el As de Discos. Los discos (otros mazos los llaman pentáculos, monedas, oros o diamantes) están relacionados, entre otras cosas, con el mundo material y las riquezas terrenales. Esto resonó de entrada con Fermín, pues su principal obstáculo para ir a Pamplona siempre fue el hecho de que era muy pobre. Y leyendo el texto de interpretación para esta carta, encontré: "¿Cómo se siente sostener en tu mano el potencial del mundo?"


Entonces, luego de darle vueltas y más vueltas, llegué a la conclusión de que Pamplona era más que la historia de un berrinche de cumpleaños (como en la primera versión), sino la de una persona dispuesta a "encontrar el entorno adecuado" (es decir, viajar a Pamplona) a pesar de su origen humilde, con todo el "potencial del mundo" en sus manos (es decir, con el tezón y la paciencia para lograrlo) y que al final, descubriría "las cosas como realmente son" (es decir, la verdadera naturaleza de su situación).


Con estas tres cartas elegidas al azar, pude destrabar el cuento y convertirlo en su nueva versión (que por cierto no tiene casi nada que ver con la original). Esta nueva versión figura entre los cuentos de "Relatos Insomnes, Vol. 1", que saldrá a la venta el próximo 12 de abril (2019). Pero lo reproduzco aquí, entero, para que veas qué salió de este sencillo juego. Como siempre, léela, comenta, critica. Este espacio es para dialogar.


Te dejo con el cuento y nos vemos la próxima, donde te tengo una sorpresa: ¡la primera receta de cocina de este blog! Hasta entonces... ¡salud y mazapanes!



PAMPLONA


Cuando Fermín cumplió siete años, su papá le contó lo que pasaba en su día en un lejano pueblo, al otro lado del mar. Desde ese momento tuvo la certeza de su destino.


A partir de ese séptimo cumpleaños, con un horrible pastel de merengues morados y unas velas que por más que soplara volvían a encenderse —su hermana, la estúpida, había gritado entre carcajadas que eran velas de broma— y una piñata llena de dulces que eran más celofán que caramelo, Fermín se vestía de blanco, se anudaba un paliacate rojo al cuello y salía al patio trasero a fingir que Pulgas, el perro que habían salvado de ahogarse en el río de los cocodrilos, era un encierro de toros bravos correteándolo por las callejuelas de Pamplona. El perro, agradecido por la atención y la compañía, se prestaba gustoso al juego y lo perseguía ladrando alegremente hasta que su hermana salía a callarlo a escobazos y a ordenarle a Fermín que se dejara de babosadas y terminara de pelar las papas para la comida.


Su papá trabajaba como operador de montacargas en el puerto y pasaba días enteros rodeado de contenedores metálicos con palabras en alemán y coreano. Por eso, Fermín no lo veía mucho y tenía que soportar las tardes de tareas domésticas bajo los cuidados de su hermana. Pero cuando podía, se daba una escapada y corría por la calle sin pavimentar hasta la esquina del café internet. Ahí, pagando el carísimo precio de quince pesos la hora, Fermín veía todos los videos que podía encontrar sobre las fiestas en la capital navarra.


A los trece años, Fermín dejó la escuela para empezar a trabajar en el taller mecánico que era propiedad de su padrino y un primo de éste, donde aprendió a desarmar y limpiar motores. El dinero que ganaba, por poco que fuera, lo iba ahorrando. Cuando le preguntaban por qué no se lo gastaba con los amigos en las parrandas de fin de mes, siempre respondía que no era para eso, sino para su viaje a Pamplona. En poco tiempo se corrió la voz de que el muchacho estaba chiflado. Pero era divertido escucharle hablar de los sanfermines y los toros y los mozos y las calles y la llegada gloriosa al ruedo de la plaza.


Su hermana, por supuesto, siempre le reclamaba: ese dinero podría servir para tantas cosas que hacían falta en la casa, qué caso tenía guardarlo para sueños tontos. Pero Fermín callaba mientras esperaba, con la paciencia de un santo, a que a su hermana se le pasara el berrinche para poder salir al patio a dejarse perseguir por Pulgas: aunque el fiel animal para entonces ya había perdido la agilidad y la velocidad de la juventud, seguía prestándose gustoso al juego de la pamplonada, ladrando desdentado y cojeando mientras jugaba a ser toro.


Su hermana desapareció una tarde del año en el que Fermín cumplió quince. Unos decían que la levantaron saliendo del mercado y seguramente aparecería en una de las fosas comunes que cada tanto descubrían en las afueras del puerto o, peor, en el río de los cocodrilos. Otros afirmaban que se escapó con un novio que tenía en secreto, uno que era sicario y que se fue con él al norte. Otros más estaban seguros de que en un burdel del puerto trabajaba una muchacha que por el parecido tenía que ser ella. A Fermín no le importaron el motivo ni las explicaciones, sólo el hecho. Menos mal que se había largado: por fin podría estar en paz en su casa, sin tener que fingir que no sabía nada de las visitas clandestinas de los “amigos” de ella. Además, ahora Pulgas estaría a salvo de los escobazos.


Pero pudo ver en las semanas siguientes a la desaparición de su hermana cómo la vida de su papá se vino abajo. El hombre, que de por sí era de pocas palabras, terminó por callar por completo. Salvo cuando alguien se atrevía a comentar en su presencia que la muchacha se había largado por voluntad propia. En esas ocasiones se transformaba en un verdadero demonio y se declaraba dispuesto a defender la honra de su hija hasta la muerte. Más de una vez tuvieron que intervenir su compadre, el cantinero, el supervisor de área del puerto, para impedir que las cosas terminaran en sangre…


Muy pronto la oficina de personal del puerto se dio cuenta de que no le convenía tener al señor trabajando ahí, y mucho menos operando maquinaria. Así que el papá de Fermín fue despedido. Tanto mejor, les gritó, con los ojos inyectados de electricidad (como los de los toros de Pamplona, pensó Fermín), así podría dedicar su tiempo a encontrar a su única hija.


Pero si la buscó, fue sólo en los fondos de las botellas.


Fermín, para entonces dos cabezas más alto que él, aprendió pronto a esquivar las palabras arrastradas de su papá, que prefería pasar las tardes sentado en una silla de plástico a la sombra de una palmera que crecía frente a su casa, al lado de una sucia hielera de plástico rojo atiborrada de cervezas. Cuando no estaba en el taller, untándose las manos con grasa de motor, Fermín vagaba por las calles, paliacate rojo al cuello, paseando al anciano Pulgas, que para entonces ya se había resignado a nunca más volver a ser toro. Cada quincena, cuando recibía su dinero, Fermín separaba lo indispensable para sobrevivir y el resto lo depositaba en una cuenta de ahorros que su padrino le había ayudado a abrir y de la cual ni su hermana ni su papá se habían enterado nunca. Ahí iba, poco a poco, juntando para su viaje a Pamplona.


Porque ése era su destino. Fermín lo sabía.


Pulgas murió una semana antes de que Fermín cumpliera diecisiete años. Por la mañana, el animal, para entonces prácticamente ciego, se rehusó a levantarse para salir a pasear. Tampoco quiso comer, ni siquiera los crujientes totopos fritos en manteca que tanto le gustaban y que Fermín le daba a manos llenas. Caída la tarde, el perro seguía acostado en el piso del patio, la cabeza apoyada en el regazo de Fermín, que lo acariciaba y le susurraba en voz baja, incesantemente, los cánticos que entonan los mozos en la cuesta de Santo Domingo y que se había aprendido de memoria, en euskera.


—Entzun arren, San Fermin zu zaitugu patroi, zuzendu gure oinak entzierro hontan otoi…


Poco antes de que saliera la luna en el cielo, Pulgas suspiró una última vez y dejó solo a Fermín, que lloró toda la noche, abrazando a su pequeño toro.


A la mañana siguiente, Fermín salió por última vez de su casa. Vestido completamente de blanco, no llevaba consigo nada más que el paliacate rojo anudado al cuello. Pasó al lado de la palmera frente a su casa y de su papá, que roncaba ruidosamente tirado en el piso a un lado de su hielera vacía.


Fue al taller de su padrino para avisarle a él y a su primo que renunciaba y que se iba del puerto.


En la sucursal del banco que estaba a un lado de la plaza, Fermín cerró su cuenta y pidió el total de sus ahorros en efectivo. Antes de salir a la calle, contó su fortuna: era suficiente. Había llegado el momento de cumplir su destino.


Del banco se fue caminando hacia la terminal de autobuses. A medio camino le salieron al paso su padrino, el primo y los otros cuatro mecánicos con los que había trabajado en el taller. Le preguntaron a dónde iba. Les respondió: tenía una semana para llegar a Pamplona, para estar entre los mozos la mañana del siete de julio.


—Mejor no vayas —le dijo su padrino—. ¿Pa’ qué gastas el dinero en pendejadas?


Fermín no entendió por qué le decía eso. ¿Cuántas veces les había contado, mientras comían tacos de canasta en el puesto a un lado del taller, de los sanfermines y de los encierros? Ellos debían saber perfectamente que esto no era ninguna pendejada.


Pero cuando vio la navaja en la mano del primo de su padrino, supo qué estaba pasando.

Fermín echó a correr por las estrechas calles del centro del puerto, esquivando gente, puestos de películas piratas, carritos de paletas, taxis y bicicletas. Tras él, a toda velocidad, los seis hombres, en sus overoles grises y manchados por años de grasas y aceites, bufaban y clavaban las pezuñas contra el pavimento mientras se abrían paso, persiguiéndolo.


Lograron acorralarlo cuando Fermín, en su pánico, dobló una esquina para toparse con una calle bloqueada por un camión de cemento atravesado. Jadeando, Fermín quiso esquivarlos, pero la navaja del primo de su padrino lo corneó cerca de un riñón. Fermín cayó al piso y fue aplastado por las patadas.


Lo último que Fermín supo antes de que el mundo oscureciera para siempre, es que había escuchado los ladridos de Pulgas mientras lo correteaba por el patio de la casa y los dos parecían reír a carcajadas.

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