Tu hermano se casó en el verano de 1994, en Copenhague. Éramos unos muchachos de veintitantos años, y la afortunada coincidencia de las vacaciones y un clima generoso nos regaló una semana celestial en la capital danesa. ¿Te acuerdas? Las botellas de Tuborg enfriándose durante la noche fresca en el alféizar de la ventana del hotel, mientras adentro buscábamos en vano en los pocos canales de televisión uno que tuviera música. La cena en Tivoli, ese parque de diversiones antiguo y kitsch: negros panes de picante centeno con arenques encurtidos y camarones diminutos esparcidos sobre una gruesa cama de la mejor mantequilla del mundo. El interminable desfile de sirenas vikingas. El encuentro casual con la reina de Dinamarca, paseándose como una turista más en la galería nacional de arte, donde tus padres encontraban inspiración entre los cuadros de Abildgaard, Eckersberg, Hammershøi. Las caminatas bajo el sol de las nueve de la noche por los canales de Christiania. Éramos unos muchachos de veintitantos años y como tales, los dueños del mundo y del tiempo.
Tú mismo te bautizaste cuando con tu pequeño pie querías poner distancia entre tu biberón y mi hermano que, travieso, te lo quería quitar y le decías “¡Ya, no!” que en tus balbuceos de bebé sonó “Ta-to”. Desde siempre fuiste Tato. Te conocí mucho más que a mi hermano, a mis dos hermanos de cuya existencia supe al cumplir la mayoría de edad. Nuestros padres, el tuyo y el mío, fueron hermanos desde la era de los dinosaurios, tú y yo primos de destinos entrelazados en una marejada que nos llevó desde las exploraciones forestales en el terreno baldío frente a tu casa en Avenida Chapultepec a los pequeños castillos incendiados en la chimenea de tu casa en Sánchez Ascona a las tertulias fantásticas que eran las fiestas de año nuevo en tu casa en Pomona.
Admirábamos a nuestros padres. Tú al mío, con el que trabajaste tantos años, yo al tuyo que me regalaba poemas escritos en sangre de vino tinto sobre hojas de papel grueso, papel de dibujante, de pintor.
Éramos unos muchachos de veintitantos años y en Copenhague diseñamos la eternidad, entrelazada, trenzada como las colas de los dragones en la cúpula de la torre del edificio de la bolsa danesa, esos “cocodrilos de cobre verde” que aparecieron mucho tiempo después en un poema que tengo perdido por ahí.
Los caminos nos llevarían después por muchas partes. Lejos de Tivoli y de Christiania, de las cervezas en el alféizar y de las sirenas vikingas, de la reina deambulante y los dragones del tiempo. De repente, se volvían a cruzar y en esos momentos, aunque hubieran pasado meses, años, la chispa en las miradas se encendía siempre, el abrazo y la sonrisa, el “te paso una cerveza” y las miradas de mutuo entendimiento cuando la música de Sombrita o de Caíto nos recordaba al colibrí y a la flor en el torrente.
La semana pasada, un colibrí se coló en la casa de Pomona. Entró por la rendija entreabierta de alguna ventana y, perdido, no encontró la salida. Revoloteó ante la mirada fascinada de tus padres que buscaban la manera de orientarlo hacia afuera, hacia su mundo y sus flores. El pequeño colibrí, agotado de subir y bajar por la escalera, terminó, con el corazón batiente, posándose sobre la cabeza de tu madre. Nadie entendió el presagio en ese momento.
En Copenhague, éramos unos muchachos de veintitantos años y hoy ya no estás. Mi primo, mi hermano de alma, ya no está. Están tus afectos. Están tus amores. Está tu hermano y están los míos. Están tus padres. Están tus hijas. Tú ya no. Ya no. Tato.
Te volviste colibrí, te fuiste con el torrente, detrás de esa flor elusiva que nos conmovía hasta las lágrimas en las voces de Sombrita y de Caíto. Volaste a Pomona y besaste la cabeza de tu madre para despedirte de ella.
Y hoy, con el corazón hecho pedazos, me acuerdo de ti riéndote a carcajadas cuando el taxista nos mostró lleno de orgullo el para nosotros diminuto y enclenque Estadio Nacional de Dinamarca y tú lo comparaste con la majestuosidad del Estadio Azteca. Me acuerdo de ti detrás de la tabla de quesos en Pomona, en tu patineta, en los pasillos de Televisa y de Excelsior, en el Club Alemán, en el alma de todos a los que tocaste con tu silencioso, potente, eterno amor.
En Copenhague, fuiste el rey de Dinamarca. Hoy, me despido de ti con las palabras con las que Horatio se despidió del príncipe de Dinamarca, su amigo, su primo, su hermano de alma: “buenas noches, dulce príncipe; que vuelos de ángeles te guíen melodiosos a tu reposo.”
Hasta siempre, Tato.
Desde luego, sigo llorando.
Hermoso mensaje Felix, que relación tan bella creada y alimentada con una amistad eterna.
Descansa en Paz Tato.