En un post pasado, llamado “El Problema con Groenlandia”, hablaba sobre cómo la distancia distorsiona nuestra percepción de la realidad. No sólo la distancia física, sino también la lejanía en el tiempo, o la separación emocional. El argumento es el siguiente: usualmente, somos capaces de percibir y de responder emocionalmente solamente con aquello que nos es cercano. Aquello cuya experiencia, de algún modo, compartimos. Lo demás, pasa a ser ruido de fondo.
Lo saco a colación porque no he podido dejar de pensar en lo que pasó el pasado 30 de noviembre en una escuela en Oxford, Michigan, al norte de Detroit.
Un alumno de esa escuela, de quince años, llevó una pistola semiautomática que sus padres le habían regalado para navidad, mató a cuatro compañeros y hirió a otros siete. Para muchos de nosotros, esto no pasará de ser una noticia más. Un poco más de ese molesto ruido de fondo que llega a interrumpirnos el día por unos momentos. Porque no estamos cerca de Oxford, Michigan. Porque no conocemos a nadie que esté en Oxford, Michigan. Porque estamos demasiado acostumbrados a que nos lleguen este tipo de noticias desde los Estados Unidos, donde la fascinación por las armas parece ser mayor a la empatía con las víctimas…
Cada vez que ocurre un tiroteo así en una escuela norteamericana, tengo que recordar los breves momentos de angustia que viví en 2012, cuando la masacre de Sandy Hook, en Connecticut. Porque ésa no fue tan lejana: mi hermana y su familia viven a escasos kilómetros de la escuela primaria donde ocurrió.
Recuerdo el alivio que sentí al saber que ellos estaban todos bien, y que de sus conocidos, nadie había sido afectado directamente.
Pero también recuerdo que, en esa ocasión, no pude descartar la noticia como “una más”. Cómo me sigue hirviendo la sangre siempre que algún conspiranoico de los que hay cada vez más, aparentemente, desecha una matanza de niñas y niños como un “truco propagandístico”, una “fantasía de activistas”, un “montaje con fines políticos”. Sea la matanza en una tranquila escuela en un suburbio en Michigan, o en las calles destrozadas de un pueblo sirio.
No sé cómo resolver el problema con Michigan. Pero una cosa que sí puedo hacer, es buscar la manera de que la distancia entre nosotros y aquello que nos incomoda, aquello que preferiríamos descartar como ruido de fondo para que no nos duela, sea menor: acercar Groenlandia (o Michigan, o Sandy Hook, o Aleppo) a nuestra mente y nuestro corazón.
Eliminar la distancia es uno de los actos de magia más poderosos que tenemos los que nos dedicamos a esto de la escritura.
Como por ejemplo, en este fragmento de un cuento inspirado, precisamente, en “El Problema con Groenlandia”. Lo reproduzco como un intento de colaborar con un minúsculo grano de arena en la lucha para que los padres no tengan que temer por la vida de sus hijos. Estén donde estén…
El narrador, un exitoso asesor financiero, acaba de visitar a un cliente suyo en su mansión en la Costa de Oro al este de Nueva York. Una visita malograda porque cuando llegó, descubrió a su cliente hecho un mar de lágrimas por la muerte de su gatito. Molesto por haber perdido horas manejando hasta allá, el narrador emprende el viaje de regreso a su oficina. Y esto es lo que pasa a continuación:
El GPS del auto me advierte que el camino de regreso va a ser mucho menos agradable que el de ida: un remolque accidentado a la altura de Port Chester ha provocado un embotellamiento brutal sobre la Interestatal 95 con dirección a Nueva York.
En efecto, cuando tomo la rampa para incorporarme a la autopista, me recibe una densa caravana de vehículos que avanza a vuelta de rueda. Sé que no hay nada que hacer y que no tiene sentido perder los estribos, así que me obligo a resignarme al mal humor que me está causando toda esta excursión inútil a Connecticut. Me acomodo en el asiento del conductor y pongo nuevamente la estación de noticias financieras en la radio.
Media hora más tarde, cuando estoy por dejar atrás Norwalk (es decir, luego de recorrer apenas seis de las cuarenta y seis millas que me separan de mi oficina en Manhattan) me doy cuenta de que, en alguna distracción momentánea y estúpida, dejé mi celular en casa de Richard Pembroke. Maldita mañana perdida y, ahora, por si fuera poco, incomunicado… Por supuesto que no pienso regresar por el aparato —no tengo ningún interés en que me obliguen a participar en el funeral o lo que sea que mi cliente y su esposa estén planeando para su animal muerto— así que, en cuanto esté de regreso en la civilización, mandaré a mi asistente a que vaya por él.
El lento avanzar, la voz monótona que anuncia los vaivenes del Dow Jones y los cierres de Londres y Frankfurt en la radio, los autos a mi alrededor con sus conductores y sus caras de aburrida paciencia, el aire cada vez más pesado y caliente de junio… todo esto me sume poco a poco en un estado de semi-somnolencia que me permite sobrellevar con un poco más de calma el tiempo que se vuelve elástico a medida que acelero y freno, acelero y freno, acelero y freno, acelero y—
De repente, algo me hace respingar en mi asiento.
¿Escuché bien?
Subo el volumen de la radio. La voz de mujer que hablaba hasta hace poco del mercado de futuros ha cambiado de tema y de tono.
Está hablando de Saint Dominic’s.
La escuela de mi hijo.
Alguien había entrado al edificio con dos rifles semiautomáticos.
Hay heridos. Muertos. No se sabe cuántos. Maestros. Niños.
Mis dedos se acalambran alrededor del volante. Afuera, el mar de automóviles se convierte en una ola de lava que me quema. Los ojos me duelen. El corazón me recuerda dolorosamente que tengo que respirar y lo hago en contra de mi voluntad, con jadeos entrecortados.
La voz en la radio me cuenta las primeras reacciones desde la oficina del gobernador de Nueva York y desde Washington pero no distingo las palabras. El GPS me marca que estaré en el embotellamiento por lo menos una hora más.
Nadie afuera oye mi grito.
Pego mi mano al claxon y su aguda bocina me acompaña mientras me escurro, como sea, por donde sea, para acelerar mi avance entre los automóviles estancados. Un camión que transporta pollos congelados me avisa con un rechinido de todos sus ejes que estuvo a punto de caerme encima. Aviento el Tesla a cualquier hueco que se abra a mi alrededor. Pero todo esto es en vano: no hay manera de abrirse paso, es como querer correr en un pantano de arenas movedizas. Vapuleo el volante con mi puño cerrado mientras lágrimas de fuego se agolpan en mis ojos y convierten mi mirada en un baño de ácido.
Flavio acurrucado abajo de un pupitre.
Le ordeno al GPS que encuentre rutas alternativas. La única que me propone es una desviación por Darien hacia el norte, tres millas hasta la autopista Merritt. Eso me sacaría del embotellamiento, pero la distancia total es mayor, por lo que el tiempo estimado del recorrido no cambia. Me da igual. Necesito moverme. Sentir que no estoy atorado.
Flavio corriendo despavorido por los pasillos de su escuela.
Invado el acotamiento y, de manera perfectamente ilegal, acelero para llegar a la siguiente salida. Algunos conductores me hacen señas, me insultan. Ni siquiera los registro. En el retrovisor, vigilo por si aparece una patrulla. Afortunadamente, no lo hace. Llego a la rampa de salida y la tomo casi derrapando. Obligo a una minivan a frenar en seco para no caer en una zanja.
Flavio escondido en el baño mientras afuera resuenan los balazos y los gritos de sus compañeros.
Mi quijada está trabada desde que solté el grito. Mis dientes se quejan pero no les hago caso. En el centro de Darien hay un festival de algo. Maldigo. Tomo calles paralelas a medida que se abren a mi paso, obligo al GPS a revisar constantemente la ruta. Un semáforo me quiere frenar pero lo ignoro aplastando el pedal del acelerador con todo el peso de mi pie. Llego a la Avenida Mansfield, que es la que me llevará a la autopista Merritt.
Flavio con la respiración congelada mientras el atacante le apunta con su rifle y jala el— ¡no! Me obligo a no pensar en eso.
La mujer en la radio sigue cubriendo la noticia del tiroteo en la escuela de mi hijo, pero no hay información nueva. Algún imbécil del senado ofrece sus plegarias. Otro habla de la trágica repetición de Sandy Hook. Yo acelero por la estrecha cinta de asfalto de dos carriles que se abre paso por los suburbios arbolados y las casas de familias felices. Hacia el norte.
Cuando por fin me incorporo a la autopista Merritt y la encuentro casi vacía, mi estomago pega un brinco. Acelero hasta donde creo que puedo sin obligar a alguna patrulla de caminos a detenerme. No tengo tiempo para lidiar con explicaciones. A pesar de ello, el GPS me avisa constantemente que estoy rebasando el límite de velocidad.
Imagino a mi mujer parada entre los demás padres de familia, detrás del acordonado de la policía, con la entrada de la escuela a la vista y sin embargo, imposiblemente lejos. Sus ojos cristalizados. En su mano acalambrada el celular que me marca constantemente y no obtiene respuesta. El imbécil de Richard Pembroke y su esposa croata han de estar demasiado ocupados con las exequias de su gatito.
En Twin Lakes, el GPS me avisa que debo cambiarme a la autopista Cross County para bajar a Manhattan y me doy cuenta de que todavía tenía programada la ruta para ir a mi oficina, no a Oyster Bay. Sin quitar los ojos del camino, cambio el destino en la pantalla para que me lleve a Saint Dominic’s. Tarda unos segundos en recalcular y me avisa que estoy a cincuenta minutos. Como puedo, voy escurriéndome entre los demás vehículos y mantengo hundido el pedal del acelerador para no pensar en la eternidad que todavía me separa de mi hijo.
La voz de la radio me da primeras cifras: catorce niños muertos, seis maestras, un empleado de limpieza. Treinta y dos heridos, algunos graves, ya están en camino a los hospitales. El tirador se suicidó adentro de uno de los salones.
Catorce. Niños. Muertos.
Involuntariamente, mi mente hace un cálculo entre el total de alumnos de la escuela y el número de víctimas para sacar la probabilidad de que Flavio esté entre ellas. Poco menos del cinco por ciento. Pero este dato no sirve absolutamente para nada. El dorso de mi mano barre por encima del sudor ardiente que moja mi frente.
Paso por una gasolinera y pienso por un momento en detenerme y buscar un teléfono para llamar a mi mujer, pero desecho la idea cuando me doy cuenta de que, sin la ayuda de mi celular, no me sé de memoria ni su número ni el de la casa… Ahogo un sollozo.
La voz en la radio agrega que, hasta donde se sabe, la policía mantiene a los sobrevivientes resguardados adentro de la pequeña iglesia a un lado de la escuela y que “especialistas en crisis” están con ellos para atenderlos. A medida que llegan sus padres por ellos, los van entregando. Quiero sentir algo de alivio pensando que mi mujer ya debe estar de vuelta en casa con Flavio, así que vuelvo a reprogramar el GPS para que me lleve allá.
El resto del cuento nos lleva a la escuela donde ocurrió el tiroteo y a la búsqueda de este padre por su hijo, sin saber si estaba vivo o muerto.
Me imagino en los zapatos de los padres de los niños de la escuela en Oxford, Michigan (y en los de los padres de niños en cualquier lugar donde no estén a salvo), y Groenlandia de repente está muy cerca.
Necesitamos abrir nuestro corazón para poder sentir el dolor de las cosas que duelen. Sólo así podremos enfrentarlas…
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